9 de marzo de 2018

NADIE, NADA




Ninna se ve recostada en el vestíbulo. Después, en un tiempo imposible de mensurar, alguien entra, le pregunta, y toca el timbre de su departamento. El padre la sube en brazos los tres tramos de la escalera. En algún momento llegó un médico. Y en otro momento su madre, vestida, se ha metido en la ducha con ella, y la lava y la peina y la acuesta y le pone otra almohada y la tapa y se sienta a su vera. El hermano se asoma pero no entra.
No quiere dormir. No sabe comer.
Hay noches que emergen trazos del exacto segundo en que al regreso de una fiesta abrió la puerta del edificio y un tipo se metió detrás, pero eso es todo.
Quién sabe si gritó. O si luchó. Supone que si  permaneció quieta y muda es porque le estaban quitando lo que traía adentro hasta convertirla en nadie. Primero en nadie y después en nada. Ahora nomás se trata de esperar que el olvido se apiade.

Seis meses después, en mi consultorio, Ninna  sentada frente a mí. Es la primera entrevista. Intenta contar lo que sintió, y lo que se supone  ‑suposiciones, subraya-  que ha de sentir. Sabe que a otras les pasó lo mismo, aunque no puede acercarse a ellas, no aún.
Tuve el impulso de levantarme, abrazarla y quizá acunarla. Me contuve.
Ninna precisa que sus propias palabras acudan y nombren lo que estaba vedado nombrar. Es posible que finalmente llore tras meses que no ha llorado.
Permanezco así, frente a ella. Escuchando. Con todo mi cuerpo la estoy escuchando.












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